Declive II

Caí, caí y caí. Y seguía cayendo.
Advertía el viento acariciando mi alborotado pelo áureo, mi pálida faz, mi frágil cuerpo, ahora sí.
Apreciaba la velocidad en la que me desplomaba, abatido, cansado, fugaz.
Quizá aquellos segundos interminables, que parecían no acabar nunca, eran lo que me ponían el vello completamente de punta, quizá fue ese pavor que recorría cada partícula de mi consistencia.
Tras esa conmoción, aquella historia alejada volvió a pronunciarse, esta vez más fuerte que nunca, jamás.


Aquella criatura de cabellos leonados sollozaba sin cesar, mientras mamá gritaba; no entiendo porque rompió aquel jarrón, era su favorito.
Recuerdo perfectamente como toda esa gente se compadecía de ese pequeño y esbozaban una sonrisa de la que nacía una pizca de compasión.
Y aquella canción, oh, aquella canción que siempre solía escuchar con mamá, mientras ella cocinaba aquel pudin de pan, cual le provocaba nauseas.
El muchacho fue creciendo a medida del paso del cielo y las estaciones, tan desierto, tan desdichado como siempre lo había estado desde el comienzo de su existencia.
Me acuerdo de la primera vez que se escapó de casa, de la primera calada, de la segunda y de la tercera, pero está vez la multitud miraba a este, no tan pequeño, con cierta repugnancia.
¿Donde quedó la inocencia? 
Aquel chico de cabellos leonados es hombre, que pese a leer miles y miles de libros se encuentra hueco, pero lo más gracioso es que ese hombre soy yo.
Y parecía imposible presenciar tu vida ante tus ojos en cuestión de segundos, y aunque parezca la peor tortura que puedas imaginar, es absolutamente hermosa, como la vida misma.
Ya puedo ver el final del precipicio a través de mi eléctrico iris esmeralda, ya puedo oír al céfiro chillar que ya es la hora.
Y proyecte sobre la inmens... 



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